1957: Pedro Infante vuela alto… por última vez

Eran las 7 de la mañana del 15 de abril de 1957 cuando el cielo de Mérida se quebró. Un avión cayó poco después del despegue, envuelto en llamas y confusión. A bordo iba Pedro Infante, el hombre que no necesitaba presentación: ídolo de la Época de Oro del cine mexicano, voz de terciopelo, sonrisa imborrable, y ese carisma que no cabía en la pantalla ni en un escenario.
La noticia recorrió el país como un rayo. Las radios interrumpieron su programación, los periódicos se llenaron de luto y las calles se tiñeron de incredulidad. ¿Pedro Infante? ¿Muerto? Imposible. Tenía solo 39 años y parecía eterno. El “ídolo de Guamúchil” estaba en la cúspide: amado, celebrado, inmortalizado. Pero el destino, cruel como a veces sabe ser, decidió que era hora de convertir al hombre en leyenda.
Dicen que lo identificaron por una pulsera con su nombre. Otros aseguran que no fue él, que todo fue un montaje, que sigue vivo en algún rincón de la provincia cantando de incógnito. Porque a Pedro no se le llora: se le canta, se le recuerda, se le inventa. Su muerte no acabó con su historia, la volvió eterna. Cada 15 de abril, México entero lo revive: en la radio, en el cine, en los altares, y en ese rincón del corazón que se resiste a decirle adiós.
Porque Pedro Infante no solo fue un artista. Fue —y sigue siendo— el México que canta sus penas, se enamora en charro y se despide con mariachi.